Suena una bachata, y él se acerca para invitarme a bailar con una sonrisa y la mano extendida. Los primeros compases son para que las manos conversen y empiecen a conocerse. Las suyas son firmes, pero tratan a las mías con la cortesía que se merecen: guiando pero no imponiendo, adaptándose a la volubilidad de mis movimientos.
Tras las presentaciones, viene la intimidad. Con lentitud intencionada, una mano asciende por el brazo aventurándose en el espacio del otro, traspasando los límites de la incomodidad. Luego, él desliza sus manos por mi cintura hasta mi cadera, lanzando olas de calor que acaban rompiendo en mi entrepierna. Es frustrante que se quede ahí cuando tengo tanta piel por recorrer. Entrelazo mis brazos en su cuello, tentándole con mi cercanía.
Pero es perverso y no me va a dar lo que quiero tan rápido. Me separa de él para hacerme dar un par de giros. Es hora de lucirme para mí, para él, para toda la sala de la disco. Las miradas de los demás me convierten en objeto de deseo y envidia. Me siento poderosa y le miro diciendo: «Esto es lo que te estás perdiendo».
Él sucumbe a mi encanto y me recoge abrazándome por la espalda, apretándome contra su torso. Sus manos, entrelazadas con las mías en mi vientre, me ruegan que haga un movimiento sensual. Yo querría subirlas hasta mi pecho para que lo apriete, invitarle a pellizcar mis pezones; o ponerlas entre mis muslos, dejar que sus dedos y el meneo del baile hagan su magia. Pero tengo que jugar con las reglas del baile y, en lugar de sucumbir a la tentación, le concedo lo que me pide y me ondeo para que mi trasero tantee su ingle buscando el bulto que se va formando bajo la tela.
En los últimos compases volvemos a encontrarnos frente a frente, nuestras miradas enganchadas como dos imanes. Su brazo me rodea por la cintura y se inclina hacia atrás, atrayéndome para que me recueste sobre él. Me dejo llevar por las notas finales, nuestros cuerpos enlazados desde el muslo hasta el cuello, los rostros casi pegados y los labios pidiendo beber de los del otro. Así estamos unos segundos que parecen horas, sintiendo nuestra respiración agitada por el baile y por el deseo, la piel trémula pidiendo librarse de la tela que no le deja gozar del tacto de la desnudez.
El silencio tras la canción rompe el hechizo de sensualidad. Nos incorporamos y con una sonrisa educada nos despedimos para perdernos entre la muchedumbre, cada uno por nuestro lado, en busca de otro cuerpo que nos haga vibrar al compás de la música.
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que lindo relato. muchas gracias por compartir
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