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23 abril, 2025 18:14
El pueblo de Santa Clara parecía sacado de una postal antigua: casas de adobe con tejados de teja, calles empedradas que serpenteaban entre jardines de buganvillas, y una plaza central donde el tiempo parecía detenerse al atardecer. Alex, de 19 años, había llegado desde la ciudad para pasar el verano en la casa de su abuela, huyendo del ruido y de las expectativas que lo aguardaban en la universidad. Era un chico reservado, de ojos verdes y cabello castaño desordenado, con una sensibilidad que a menudo escondía tras una sonrisa tímida.
Esa primera tarde, mientras el sol pintaba el cielo de tonos rosados, Alex paseó por la plaza, donde los vecinos charlaban y los niños corrían alrededor de una fuente antigua. Fue entonces cuando escuchó una guitarra, una melodía suave que parecía acariciar el aire. Sentado en un banco bajo un roble centenario estaba un chico, tocando con una concentración que lo aislaba del mundo. Su piel morena brillaba bajo la luz del crepúsculo, y su cabello oscuro caía en mechones rebeldes sobre la frente.
Alex se acercó, atraído por la música y por algo más, una curiosidad que le aceleraba el pulso. —¿Puedo escuchar?
—preguntó, deteniéndose a unos pasos.
El chico levantó la vista, y sus ojos castaños, profundos como el café, se encontraron con los de Alex. Sonrió, mostrando unos dientes ligeramente torcidos que, de alguna manera, lo hacían más humano, más real.
—Solo si no me pides algo comercial —respondió con una voz cálida, teñida de un acento suave del pueblo.
Se presentó como Julián, de 20 años, hijo de los panaderos del pueblo. Era extrovertido, con un carisma natural que contrastaba con la introspección de Alex. Mientras hablaban, sentados en el banco, compartieron historias: Julián soñaba con tocar su guitarra en escenarios lejanos, pero temía dejar el pueblo que tanto amaba; Alex confesó su miedo a no encajar en la universidad, a perderse en un mundo que sentía demasiado grande. La noche cayó, y las luces de la plaza parpadeaban como luciérnagas. Cuando sus manos se rozaron al pasar un termo de café que Julián había traído, una corriente eléctrica los atravesó, y sus miradas se sostuvieron en un silencio que decía más que las palabras.
—¿Vienes mañana? —preguntó Julián, colgándose la guitarra al hombro.
Alex asintió, con el corazón latiendo desbocado. —Aquí estaré.
Capítulo 2: La chispa junto al río
Al día siguiente, Alex no pudo dejar de pensar en Julián. Había algo en su risa, en la forma en que sus manos se movían al hablar, que lo tenía atrapado. Cuando llegó al lugar acordado —la orilla del río que cruzaba el pueblo, bordeado por sauces y flores silvestres—, encontró a Julián encendiendo una fogata. El crepitar de la madera y el murmullo del agua creaban una sinfonía íntima, y el aire olía a tierra húmeda y a verano.
—Pensé que podríamos hacer esto más especial —dijo Julián, extendiendo una manta y sacando una bolsa con
pan de canela de la panadería de su familia. Sus ojos brillaban con una mezcla de nerviosismo y audacia.
Se sentaron cerca del fuego, compartiendo el pan y hablando de todo y nada. Julián contó cómo aprendió a tocar la guitarra con su abuelo, y Alex habló de las noches en que escribía poesía en secreto, un hábito que nunca compartía. Pero entre las palabras, había momentos de silencio donde sus cuerpos parecían hablar por sí mismos. Sus rodillas se rozaban, sus manos se acercaban más de lo necesario al pasar el pan.
En un impulso, Julián tomó la mano de Alex, diciendo que le enseñaría a partir el pan “como se debe”. Sus dedos se entrelazaron, y el contacto fue como una chispa que encendió algo más profundo. Alex levantó la vista y encontró a Julián mirándolo con una intensidad que le cortó la respiración. Sus labios estaban tan cerca que podía sentir el calor de su aliento.
—¿Puedo? —susurró Julián, inclinándose.
Alex respondió cerrando la distancia, y sus labios se encontraron en un beso lento, exploratorio, que pronto se volvió más urgente. Las manos de Julián subieron a la nuca de Alex, atrayéndolo, mientras Alex deslizaba las suyas por la cintura de Julián, sintiendo la firmeza de su cuerpo bajo la camiseta. El beso se profundizó, sus lenguas se encontraron en un baile que los dejó jadeando. Cuando se separaron, sus frentes se apoyaron una contra la otra, y el mundo parecía girar solo para ellos.
—¿Esto está bien? —preguntó Alex, con la voz temblorosa, vulnerable.
Julián sonrió, rozando su mejilla con el pulgar. —Es más que bien. Es como debía ser.
Se recostaron en la manta, con las manos aún entrelazadas, mirando las estrellas que empezaban a puntear el cielo. Pero ambos sabían que esa chispa solo era el comienzo.
Capítulo 3: La noche en el granero
Los días siguientes fueron un torbellino de emociones. Alex y Julián se volvieron inseparables, pasando las mañanas ayudando en la panadería, donde Julián le enseñaba a amasar con una paciencia que escondía miradas cargadas de deseo, y las tardes explorando el pueblo, desde el mercado hasta los callejones donde se robaban besos a escondidas. Pero la última noche de Alex en el pueblo se acercaba, y la idea de la despedida los llenaba de una urgencia silenciosa.
Julián propuso pasar la noche en un granero abandonado en las afueras, un lugar donde solía practicar su guitarra. Llevaron una manta gruesa, una linterna, y una botella de licor casero de durazno que Julián había “robado” de la despensa de su madre. El granero olía a heno seco y madera vieja, y la luz de la luna se filtraba por las rendijas del tejado, bañándolos en un resplandor plateado.
Se tumbaron en la manta, bebiendo pequeños sorbos del licor que quemaba la garganta pero calentaba el pecho. Alex se sentía más valiente, más abierto. —No quiero irme —admitió, girándose hacia Julián—. Esto… tú… es lo más real que he sentido en mucho tiempo.
Julián lo miró, sus ojos brillando con una mezcla de ternura y deseo. En lugar de responder, se inclinó y lo besó, esta vez con una intensidad que no dejaba espacio para dudas. El beso era hambriento, sus labios se movían con una necesidad que había estado creciendo durante días. Las manos de Julián se deslizaron bajo la camiseta de Alex, explorando la piel cálida de su espalda, mientras Alex tiraba de la camisa de Julián, deseando sentir más.
La ropa cayó al heno, una prenda tras otra, hasta que solo quedó la urgencia de sus cuerpos. Julián trazó un camino de besos por el cuello de Alex, deteniéndose en su clavícula, mientras Alex gemía suavemente, sus manos aferrándose a los hombros de Julián. La piel de ambos ardía, y cada roce era una chispa que alimentaba el fuego. Julián deslizó una mano por el muslo de Alex, explorando con una mezcla de reverencia y audacia, y Alex respondió arqueándose contra él, sus respiraciones entrecortadas llenando el granero.
Se movieron juntos, guiados por el instinto y el deseo, sus cuerpos encontrando un ritmo que era tan natural como el canto de los grillos afuera. Cada caricia, cada susurro, era una confesión de lo que sentían. Cuando alcanzaron el clímax, fue como si el mundo entero se detuviera, dejando solo el eco de sus jadeos y la calidez de sus cuerpos entrelazados.
Exhaustos, se tumbaron abrazados, con la manta cubriéndolos a medias. Julián trazó círculos perezosos en el pecho de Alex, mientras Alex miraba las estrellas a través del tejado.
—Esto no termina aquí —dijo Julián, con una certeza que calmó el corazón de Alex—. Te encontraré, donde sea que estés.
Alex sonrió, apretando su mano. —Prométeme que lo harás.
El relato fue modificado hace 2 meses 2 veces por morboso
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